IDO (Del poemario 'Guacho'. William Keith Sutherland)
Del Poemario Guacho, año 2025. Ediciones Calafate
I.S.B.N. 978-956-09466-3-8
Registro de Propiedad Intelectual N° 2025-A-2921
El río trajo consigo la pureza de la memoria de un mundo, y de tiempos sin tiempo alguno, ahí donde habita el pasado de sí siempre vestido de presente, escondido ante la indolente insolencia de los miserables, acribillado una y mil veces por el criminal común que resucita a diario en el cuerpo del Otro.
El ojo abrigó así su herida ante el profuso desamparo, cansado como un obrero anciano desde su nacimiento, construyendo su templo mortuorio desprovisto de todo santo y todo Dios, como beso que ama lo ido en cada gesto ausente en este instante.
Correntoso de espíritu, su muerte inexorable se hunde en la acuosa oquedad de la matriz primera, y limpia de sí cada uno de sus versos en cada olvido en el mundo. Cristalino y pulcro como manos de madre proletaria amasando su tristeza para hacer de ello el amor que profesan los falsos, desangra la ira de los metales muertos, ante la estupefacción del mundo cada vez más inerme e inerte, mientras miles de aterrados niños adheridos al desguace humano en este espanto de parto cósmico en medio del avance de las bestias danzantes, embriagadas de vacío, desaparecen frente a los ojos de Dios, de mí y usted.
Mi cuerpo, desnudo, como otoñal tronco caído, reposa en el charco del lodazal, reflejo del alto cielo, cuna nunca mecida de los sueños del pobre, silente locura que aguardas en tu secreta liquidez, donde el paso de los días funde la materia y entierra el grito que devora la sordera aguda en esta concentración campestre.
Y gime y se estruja, grita y se retuerce, desfallece y vuelve a jadear, se desmorona en sí mismo y renace desde su propio ser, y vuelve al calvario del machetazo histórico frente a los impávidos ojos lejanos, y mecida aquella tristeza aún en carne, es llevada por el vals de los mares muertos, al lecho nocturno, al secreto seno donde yacen bajo el mármol lumaquela los hijos del silencio, ahí donde ruge la ira, en la desolación más absoluta.
Pero el hueso duele, y aun siendo mío, duele en otro, y aun siendo de otro, duele en lo profundo de mí. Y se levanta el mar y revienta como un pecho erguido en su orgasmo, y los cuerpos caídos aparecen sobre los manteles del ultraje burgués, a la hora de almuerzo, en medio del silencio dominical, y el tiempo se desdibuja en el rostro de los asesinos, y en sus secuaces hijos de la nada, donde la cicuta diaria es parte de la tribulación y su rito nefasto, justificación trascendente ahora inmanente en el oxímoron aburguesado de nuestro ropaje, ese que envuelve el mismo hueso que hace andar la máquina del tiempo, bajo un dolor ontológico brutal, un cansancio acumulado vida tras vida en este delirio de estar vivos en medio de esta vastedad ingrávida, serena y aterradora.
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